Estaba en el punto en el cual el hartazgo se convierte en rutina, la rutina en hastío y el hastío en su vida.
No quería morir su vida de esa manera. Todo le molestaba y su sentimiento de abandono eterno por parte del desquiciado mundo lo impulsaba a cambiar, pero no "por cambiar nomás" tenía que hacerlo de manera descabellada, rotunda, radical y definitiva. Al fin y al cabo pensaba que un cambio debería ser de aquella manera si no, no era tal cosa, sería sólo un tibio movimiento de piezas.
Desarmó su rompecabezas y se mudó de ciudad. El lugar justo sería aquel donde no lo conociera ni siquiera un perro.
Necesitaba volver al estado más primitivo de su existencia. Sacó un poco de plata de sus ahorros para un pasaje y unos días de pensión mientras buscaba un trabajo en donde empezar de cero y se fue.A los treinta y tantos años se sentía de sesenta, pero sabía perfectamente que lo que necesitaba era amor. Ése amor que le había huido de manera inesperada e insolente, plantándolo y escupiéndole la soledad en la cara. Ése amor que por más que buscara no hallaba. Hasta ese momento no comprendía que éste no se hace presente si uno lo busca con desesperación.

Se fue a un pueblo costero alejado de la ciudad. Era pleno invierno y la ausencia de gente era notoria. Así y todo no invirtió demasiado tiempo en buscar trabajo. A los pocos días de instalado en una pensión alejada del centro del pueblo y, durante una recorrida matinal, consiguió empleo en un bar de mala muerte y nada turístico en el cual los pescadores saciaban su hambre de carne y de más carnes.
La mañana en la cual, había encontrado trabajo pasó por un hotel situado en la calle que costeaba la playa; le llamó la atención el gran ventanal de su confitería en el cual se reflejaba el mar. Al pararse en el medio de la calle, se sentía como en una visita en tres dimensiones al medio del océano. El mar natural a su espalda y el reflejo al frente o viceversa.
Eran las diez de la mañana y creyó divisar dentro de la confitería o en el medio del mar a una mujer, más bien una sirena. Sus ojos azules se confundían con el mar y con el reflejo o con lo que fuera, el caso es que no podía distinguir si sus ojos eran tales o sólo parte del reflejo en el que se hallaba situado.

Todos los días cuando iba rumbo al trabajo, la misma mujer estaba sentada en la misma mesa y no sé si con la misma taza pero, al menos, con una parecida. Y no podía evitar hacer de cuenta que algo se le caía de las manos siempre enfrente de aquel ventanal. Pero si había algo que le llamaba la atención de aquella mujer, era que los días en los que no había sol, sus ojos se mimetizaban con el cielo y se ponían grises.
Comprendió que atrás de esa mirada se escondía algo que no podía llegar a descifrar, algo que lo impulsaba a levantarse cada día y encararlo de manera desafiante y vencedora para que terminase rápido. Mientras más veloz fuera el día más cerca estaría de la mañana siguiente y de volver a disfrutar de los dos segundos de aquella mirada. Se sentía cada vez más fuerte pero aún no tenía el valor suficiente como para entrar a la confitería.
Pasaron los días y los meses, se hizo grande nuevamente y volvió a sentirse seguro de sí mismo, como lo había sido en otros tiempos. Comprendió que la fuerza provenía de aquella mirada y lo que escondían esos ojos era una nueva ilusión en el corazón de nuestro amigo.

Tenía día libre todos los jueves. Fue de pronto que en uno de esos días, se despertó motivado y con el valor necesario.
Se levantó, se baño, se vistió y se perfumó. Como no lo había hecho nunca caminó por la misma vereda del hotel, compró el diario y sin pensarlo entró en el local. Había tomado la precaución de llegar, al menos, una hora antes de su paso habitual, llamó al mozo y pidió un desayuno completo.
Ese día la mujer no se sentó en su mesa de siempre. Al preguntarle al mozo por aquella muchacha, éste lo miró extrañado y le dijo que nadie se había sentado periódicamente en esa mesa en los últimos seis meses, mucho menos una dama de ojos policromáticos.

Entendió al instante que lo que él siempre había visto era, en definitiva, una sirena. Una ilusión.
Muy lejos de sentir decepción, se sintió aliviado y comprendió que aquella sirena había venido a mostrarle que todavía se podía vivir de una ilusión.

No volvió a pasar por la puerta del hotel.

Fernando A. Narvaez
Gracias Brisa