Mesas y Laberintos

100 mesas y 400 sillas son una buena parte del mobiliario del bar. Mesas que están delicadamente diseñadas para que te sientas cómodo, no pasa por un diseño anatómico, sino que son mesas y sillas de amigos, de amores, de horrores, de llantos, de pudores, de risas y de ausencias compartidas.

Habían sido fabricadas en una carpintería de Villa Urquiza hacía 50 años. Las circunstancias que las llevaron al antro son un tanto sospechosas.

Cuando Raymi decidió inaugurar el bar buscó, por muchos tugurios, el tipo de mesa que más se acomodara al estilo de su bar. Fue en uno de esos tantos lugares que, al sentarse exhausto a la mesa de un local en La Paternal, ella le contó su historia.

Le habló de sus 99 hermanas y de sus 400 sillas aliadas, de su primer viaje en camión todas juntas, y de cómo con el correr de los años fueron siendo separadas, sin saber una, casi nada acerca de las otras.

Raymi supo al instante que, esas, eran sus mesas. La condición fue que, ellas sólo irían, si el vino se servía en los viejos pingüinos de sus años dorados. No hubo inconveniente en llevar a cabo su deseo. El problema se presentó con la novedad de que en ese sitio sólo existían 6 de la partida original y el Duende quería las 100.

Pero no hay nada que se proponga un Duende que no pueda llevarse a cabo. Recorrió la ciudad a lo ancho y a lo largo, llegó a viajar por todo el interior del país para conseguir datos que lo llevaran hasta sus mesas. La inauguración del bar se postergó cerca de un año, a causa de 10 mesas que estaban en un cabaret de Avellaneda que había sido clausurado por la policía.

Finalmente se juntaron las mesas. Si bien Raymi no podía volver al bosque del que había sido expulsado, contó con la incondicional complicidad de los duendes carpinteros que allí vivían para restaurar las mesas que se encontraban en peor estado.

Inaugurado el bar, pude sentarme a la misma mesa que le había susurrado su historia a Raymi. Me recibió y al instante me sentí encantado por ese ser cuadrúpedo de madera. Me contó entre sueños acerca de la necesidad, casi coreográfica, que tenía ese grupo de mesas de formar laberintos. Un viejo truco que habían aprendido en los bares de Parque Chas.

En dichos laberintos, nuestras mesas gozaban con el brillo efímero de los corazones que la vida se había encargado de opacar…

Fernando A. Narvaez

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