Cuando se besaron por primera vez después de 18 años de compartir su vida, comprendieron en el acto el hecho de que sus cuerpos ya no les pertenecerían. Ella había cuidado una rosa blanca con sumo cariño durante toda su vida, él anidó un colibrí en su pecho para libar su néctar.

Los dos, por separado, habían batallado con amores mal correspondidos, ignorando, o no queriendo entender, que el equilibrio de la balanza estaba en la misma cantidad de amor en cada plato.

Sí. Habían compartido su vida, pero bajo distintos techos, a la sombra de diferentes amores. Se habían conocido cuando tenían 15 años y hoy, con más de 30, se dieron cuenta de que se habían amado en silencio durante más tiempo del que pasaron sin saber de que existían sobre la faz de la tierra, en alguna parte del mundo.

El silencio, quizás, viniera amparado por el “no perder la amistad”

Amor reprimido que confunde los sentimientos amistosos con los amorosos. Se amaron toda su vida, y cuando las miradas no dieron más, y por fin sus labios estallaron en la magia de un beso, supieron que habían perdido el tiempo y que jamás lo recuperarían. Ya era tarde.

Sus épocas de soledad jamás coincidieron en el tiempo (de más está decir que jamás coincidirán) No por eso dejarán de amarse, en silencio, como así lo tienen escrito. La rosa de ella, descansa entre las páginas de algún libro de él. El colibrí de él, sobrevuela cada noche la cama de ella, vigilante de su sueño.

Fueron suyos el tiempo que duró un beso. Tiempo suficiente para entender que no hay amor más leal, que el que se manifiesta en un solo beso.

Fernando A. Narvaez